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Mensaje en la botella Sabe la muerte a tierra, la angustia a hiel, Este morir a gotas me sabe a miel José Gorostiza/ Muerte sin fin Erwin Macario A 18 martes de mi confinamiento por Covid-19 —mañana se cumplirán, DM—, se entiende más lo dulce de la vida, ese morir a gotas que nos dice […]
13 de julio de 2020

Mensaje en la botella
Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel,
Este morir a gotas
me sabe a miel
José Gorostiza/ Muerte sin fin

Erwin Macario
A 18 martes de mi confinamiento por Covid-19 —mañana se cumplirán, DM—, se entiende más lo dulce de la vida, ese morir a gotas que nos dice José Gorostiza Alcalá —de la tríada de la palabra creadora de Tabasco, con Carlos Pellicer y José Carlos Becerra—, en su mayor poema, Muerte sin fin.

Dulce vida que algunos apuramos aprisa, en desesperada carrera hoy detenida de golpe por una epidemia que nos mantiene más allá de la honrada medianía juarista; entendiendo que se puede vivir con tan poco, exhibiendo lo inútil de las improvisadas fortunas, lo dañino de la disipación en la que muchos malgastamos no sólo nuestro patrimonio, derrochamos nuestras energías y desperdiciamos el tiempo que ahora, también, vivimos gota a gota.

En estas 17 semanas sitiado por el coronavirus, he entendido que la vida me ha dado como regalo material lo que Gabriel García Márquez ha llamado “el mejor oficio del mundo”, y en lo espiritual a mi familia —desde mis abuelos, poco conocidos, mis padres y hermanos, hasta mi esposa, hijos y nietos.

El periodismo, que me impuso formarme culturalmente ejerciéndolo, con lecturas obligadas para hacer una entrevista, escribir una nota —toda historia tiene un antecedente—, una crónica o un reportaje, una opinión o una columna como ésta, y que ahora, en este encierro, me ha acercado más a las voces formativas y al pasado reciente de la prensa, en algunos periódicos que aún conservo y en los libros que no fueron enviados a lo que será la biblioteca de este diario, Rumbo Nuevo.

Mas no puedo presumir, como antes, ser sólo autodidacta. Si bien no asistí a la ceremonia de toga y birrete, sí cursé y terminé siendo licenciado en periodismo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Formación que mucho me ha ayudado.

En ese acercamiento a los libros —retomo el asunto— ya dejé aquí constancia del pensamiento de Francisco de Quevedo en el sentido que nos perturban las “opiniones engañosas” que tenemos de esa realidad cruenta que todos los días nos cerca.

Con él regresamos al Encheiridion, de Epicteto, y un poco El Arte de ser feliz, de Arthur Schopenhauer, que nos ilustra en el arte de la sensatez y ecuanimidad al juzgar las cosas que pasan en forma equivocada, como puede sucedernos con la epidemia, que cobra con vidas nuestros errores.

Nos dice el famoso filósofo alemán, que con humor ha recomendado que para no ser demasiado infeliz no debemos esperar ser demasiado feliz: “De cada una de estas ilusiones hay que retornar más tarde, inevitablemente a la realidad y pagarla cuanto desaparece, con la misma cuantía de amargo dolor que tenía la alegría causada por su aparición”.

Y sobre los errores que podemos tener sobre una realidad lacerante como la que morimos con el Covid-19 parece haber escrito en el siglo XIX: “En este sentido se parece bastante a un lugar elevado al que se ha subido y del que sólo se puede bajar dejándose caer. Por eso habría que evitar las ilusiones, pues cualquier dolor excesivo que aparece repentinamente no es más que la caída desde semejante punto elevado o sea la desaparición de una ilusión que lo ha producido”.

Para quienes han creído que con esta terrorífica epidemia no pasa nada, para los que cierran los ojos ante los miles de muertos en el mundo, en México y Tabasco, bien podría recomendárseles una lectura o una escuchada al audiolibro El arte de ser feliz. Ahí leerán o escucharán: Por consiguiente, podíamos evitar ambos (ilusión y caída) si fuéramos capaces de ver las cosas claramente en su conjunto y en su contexto Y de cuidarnos que realmente tienen el color con el que desearíamos verlas.

Podíamos terminar —yo esta escritura y ustedes esta lectura— con parte de los versos de Quevedo publicados la entrega anterior: Por eso, cuantas veces/ tu seso le turbaren ilusiones,/ culparás a tus propias opiniones/ y no a las cosas mismas.

Pero debemos dejar para otro día y, aunque no quisiera poner la vara muy alta, sí tengo que fijarme tareas para escribir y dejarles un poco el deseo de seguir siendo mis lectores.

En mis búsquedas encuentro una justificación para mencionar hoy este mi oficio, el mejor oficio del mundo. Me la da un texto de José Blanco, del 24 de diciembre de 1996 en La Jornada, que se apega muy bien al tiempo del cólera, digo de la pandemia: “Los que podamos, dejemos huella escrita de estos tiempos. Nada indica que un sol civilizado volverá a brillar sobre el planeta, pero las cosas son así cuando se arroja una botella al mar con un mensaje a un destinatario y a una posteridad absolutamente incierta: a lo mejor un día…”.

Que la botella llegue. Como esas cápsulas de regreso al futuro donde encontrarán hasta una camisa de nuestro poeta José Carlos Becerra que, ya les conté en otra columna, dejó olvidada en Londres, cuando partió hacia Brindisi, Italia, a su cita con el infinito.

Sientan que “queda en el tintero”, como se decía antes.

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