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SÓLO UNA LECCIÓN
Agenor González Valencia Allí estaba él. Lo había visto a medio día, me tocó el hombro, detuve mi camino; con súplica reflejada en sus ojos y en sus manos me pidió que lo ayudase. Me dijo que andaba recorriendo las calles de ese pueblo, ofreciendo sombreros que vendía. Me quedé mirándolo y le respondí que […]
10 de julio de 2015

Agenor González Valencia

Allí estaba él. Lo había visto a medio día, me tocó el hombro, detuve mi camino; con súplica reflejada en sus ojos y en sus manos me pidió que lo ayudase. Me dijo que andaba recorriendo las calles de ese pueblo, ofreciendo sombreros que vendía. Me quedé mirándolo y le respondí que yo no usaba sombrero. Él insistía argumentando que no había vendido nada y que por lo mismo tampoco había comido. De inmediato pensé que ese individuo como tantos otros, usan el mismo argumento para solicitar limosna.
Él, era un muchacho de aspecto campesino, moreno, de mediana estatura, delgado de cuerpo, vestido con ropas humildes, y calzado con huaraches. Mientras caminaba, él insistía con súplicas hasta que por fin, al dar vuelta en una esquina, lo perdí de vista.
El pueblo me impresionó. Por razones de mi trabajo tuve que visitarlo. Las calles limpias, la gente en su ajetreo cotidiano, casas de adobe, con techo de dos aguas. El clima, al que no estaba acostumbrado, me obligó al abrigo necesario. Seguí mi camino hasta llegar frente a una iglesia colonial. Pasé frente a ella, pensando en visitarla por la tarde, ya que mi trabajo me obligaba a estar con mis informes en la sucursal de la empresa en la que mi tarea rendía los frutos para sostener a mi familia. Pardeando la tarde, cumplida mi encomienda, encaminé mis pasos hacía la iglesia para entrar, tal como lo hacemos los creyentes o admiradores del interior y de la arquitectura de esos templos. La iglesia estaba vacía, solamente se encontraba un joven orando. Descubrí  que era aquél que por la mañana pretendía venderme un sombrero. A mis oídos llegaron sus ruegos, sus peticiones y sus confesiones. Manifiesto que me impresionó, porque entre otras  expresiones daba gracias al Señor, por haberle apoyado en la venta de dos sombreros que le permitieron tener dinero para sufragar su hambre y esperar mayor suerte para el día siguiente. Me sentí mal, miré hacía esa escultura del Cristo crucificado y me dio la impresión de que sus ojos derramaban casi imperceptibles dos gotas de alegría.
Salí de la iglesia, aspiré el aire frío, miré hacia el cielo y musité: Gracias mi Dios por la lección recibida.

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