Heberto Taracena Ruiz
Nubes cenicientas
hacen valla a la luna.
Es uno de octubre
del año dos mil veinte,
jueves,
casi para las once
de la noche.
Las nubes rondan:
brazos horizontales,
enlazados…
La claridad parece dominar
miradas de la tierra:
quienes beben, absortas,
el paisaje nocturno.
El placer de las nubes
es de una intimidad
acogedora:
poseídas en franca
luna llena.
Nadie dirige
hacia ellas mensajes
de corazones múltiples:
reservados nomás
para el gran astro,
dado que el entusiasmo
es compartido
desde la tierra,
como gotas que caen
y vistazos que suben.
Todo parece
proyectar que la noche
se solaza, imparcial,
con las nubes,
la luna
y amores sin edades.
El concierto celeste
es dirigido,
a las claras,
por la luna.
Nubes resienten
una atención menor
por ellas que desean
más vigilantes ojos.
Como no puede ser
porque Selene
luce imponente,
sin proponérselo;
como no puede ser:
las nubes hacen
acrobacias en círculos
compactos;
y de ser cenicientas
se tiznan renegridas;
ocultando a la luna
bajo el interrogante fabuloso:
“¿Por qué brillas?”
Al rato el cielo, todo,
es una comba inmensa
de presagios oscuros
y nubes recargadas,
a reventar de lágrimas.
Cunduacán, Tab., a 1 de octubre de 2020