Guayabazo
Tabasco se esculpió a golpes (parte 1) Manuel García Javier guayabazo@hotmail.com Para olvidarnos un poco del ‘coronavirus’, mejor adentrémonos a la historia. Hace algún tiempo, mi compañero de universidad, José de Jesús Carrera, me compartió una investigación sobre la cultura náhuatl en la entidad y de ella logramos recuperar algunos tópicos: Como tantas otras realidades, […]
29 de mayo de 2020

Tabasco se esculpió a golpes
(parte 1)

Manuel García Javier
guayabazo@hotmail.com
Para olvidarnos un poco del ‘coronavirus’, mejor adentrémonos a la historia. Hace algún tiempo, mi compañero de universidad, José de Jesús Carrera, me compartió una investigación sobre la cultura náhuatl en la entidad y de ella logramos recuperar algunos tópicos:

Como tantas otras realidades, Tabasco se esculpió a golpes; embates escultóricos del viento, los remos y el agua. Entorno vegetal y acuático por excelencia, su geografía de aguas dulces o salobres, en aparente paz o en perpetuo movimiento, imprimió sellos únicos e irrepetibles a los paisajes naturales y humanos.

Mientras que la vecina península de Yucatán es apenas un témpano de piedra anclado sobre un mar subterráneo, el territorio tabasqueño es en buena medida un archipiélago de islotes feraces que emergen de un océano de aguas mansas. Sobre sus islas, en sus riberas, el prodigio arbóreo de selvas altas y bajas se enmarcó durante milenios entre los pinares de sus sierras meridionales y entre las sabanas que anticipan la explosión de los manglares costeros.

De Norte a Sur, de Poniente a Levante, sus ríos, lagunas, estuarios, lagos, tremedales y pantanos vieron navegar cayucos olmecas, zoques, nahuas, mayas y chontales, afanados en tejer atarrayas civilizatorias con las cuales integrarse al paisaje, a la vez que lo hacían suyo al nombrarlo: Nacaxuxuca, Potonchán, Amatitlán Cupilco, Xalpan, Atasta, Tecoluta, Tamaculco, Beguatitán, Centla, Petenecte, Tapixulapa… Y rosario de pueblos amacollados en las riberas de ríos, como el Grijalva, el primer tabasqueño que sufrió el embate colonizador cuando, en la segunda década del siglo XVI, el capitán español, Juan de Grijalva, los cristianizó con su propio apellido, ahogando para siempre en las aguas del tiempo el que hasta entonces era nombrado “Tauasco”. (El vocablo original “Tausco” se emplea aquí cuando remite al poblado o al río que llevaban tal nombre, mientras se utiliza la forma castellanizada “Tabasco” para referirse a la alcaldía mayor o la provincia colonial).

Así, bajo la sombra protectora de la ceiba, erguida en el centro de los pueblos, se reencuentran los hombres. Al amparo de ese follaje se celebran tianguis para intercambiar productos, se conciertan alianzas, se renuevan autoridades, se organizan las fiestas donde coinciden músicos, contorsionistas, prestidigitadores y bailarines, y se recuerdan los antiguos saberes de siempre, una y otra vez renovados; que si cuatro ceibas sostienen el techo del universo maya, que si por sus ramas se asciende a los estratos superiores del cielo, que si de sus raíces vienen los linajes humanos… La ceiba nutre la identidad de los pueblos al tiempo que éstos alimentan su carácter sagrado con sahumerios de copal. Allí, bajo la fronda, se extiende incluso la piel de jaguar para incitar a la guerra, como si este símbolo de la entrada del sol al Inframundo presagiase los tiempos de oscuridad por venir.

Acaso se extendiese alguna en Potonchán en marzo de 1519, cuando se decidió enfrentar a esos extraños cubiertos de metales; acaso la premura ni siquiera dio tiempo para ello, pero sea como fuere, para las culturas ribereñas la entrada al ocaso sería esa vez definitiva.

Algo de ello deben haber intuido los habitantes de Tauasco, ese pueblo “de mucho trato”, rodeado de árboles muy gruesos, de cercas y albarradas, que en tierra o desde sus canoas esgrimieron muy valientemente, con grandes esfuerzos sus varas tostadas y lanzaron grandes rociadas de fechas ante la artillería española, sin jamás volver las espaldas.

Todo fue inútil, finalmente Hernán Cortés tomaría posesión de la tierra en nombre de su majestad, y fue de esta manera que desenvainada su espada dio tres cuchilladas, en señal de posesión, de un árbol grande que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio (Díaz del Castillo).

El 25 de marzo se enfrentaron en las sabanas de Centla. Con los rostros pintados de almagre, blanco y negro, vestidos de acolchados con algodón y grandes penachos de plumas, los tabasqueños, como “perros rabiosos”, atacaron al son de los caracoles, tambores y trompetas.

Poco pudieron los arcos, flechas, lanzas de madera aguzada al fuego, contra las de metal, las escopetas, las ballestas, la furia de las coces de los caballos sobre los moribundos indígenas.

Días después, un Domingo de Ramos, enterrados los muertos de uno y otro bando y habiendo ofrecido los indios sujeción y regalos de oro, comida, mantas ricamente labradas y veinte mujeres jóvenes, entre las que se encontraba Malintzin, se derribaron los altares centenarios y se entronizó otro con la imagen de la madre de Jesús, en cuyo honor, por haberse ganado la plaza el día de la Anunciación, se bautizó el sitio como Santa María de la Victoria. (Tabasco Histórico, Pág. 24)

Difícilmente hubieran podido los hasta entonces dueños de la tierra imaginar lo que vendría. No es de dudar experimentaran curiosidad al observar los navíos del grupo de Grijalva en 1518; resulta comprensible que les llamaran la atención los novedosos productos que ofrecían estos recién llegados, como las ropas que intercambiaron entonces con el otro cacique. Curiosidad, pero no temor. Habían oído de ellos a sus vecinos de la costa campechana, quienes enfrentaron antes a Hernández de Córdoba, y sabían se trataba de mortales, como lo mostraban los más de sesenta soldados aniquilados entonces. (continuará)… Es todo. Nos leemos en la próxima.

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