El periodismo, como letrina
Agenor González Valencia En 1958 fui colaborador de la revista Siempre! gracias a la generosidad de José Pagés Llergo. Uno de tantos jueves, fecha de la edición de dicho medio de comunicación, me llamó poderosamente la atención un editorial de la revista que hacía una crítica severa al periodismo que traiciona la finalidad de la […]
7 de junio de 2014

Agenor González Valencia

En 1958 fui colaborador de la revista Siempre! gracias a la generosidad de José Pagés Llergo. Uno de tantos jueves, fecha de la edición de dicho medio de comunicación, me llamó poderosamente la atención un editorial de la revista que hacía una crítica severa al periodismo que traiciona la finalidad de la libertad de expresión. A continuación reproduzco íntegramente dicho editorial:

Defender la honra de la profesión que se ejerce, es defender parte muy importante de la honra personal. Pues no cabe poner en duda que el desprestigio de la profesión periodística atañe a todos aquellos que, en sus múltiples aspectos, la practican, tanto por vocación como por encontrar en ella los ingresos indispensables para satisfacer sus necesidades.

Desde hace algún tiempo ha venido manifestándose y creciendo una tendencia injustificable a enlodar al periodismo nacional. Decimos “el periodismo”, porque, aunque se manifieste la  tal tendencia en ataques a personas determinadas, alcanza, por lo dicho en las primeras líneas, a todos, entendiendo por todos y todas, a las personas y a las instituciones periodísticas. Una orgía desenfrenada de acusaciones, injurias y chismes que suelen encontrar respuesta en idéntico tono, está creando la impresión al público de que el periodismo mexicano es una cloaca, y de que quienes lo practican carecen en absoluto de autoridad moral.

Lo más lamentable es que quienes realizan esa campaña falaz e irresponsable son los propios periodistas, algunos de los cuales parecen poseídos de un furor agresivo y violento que les hace olvidar la grave responsabilidad pública que su profesión entraña. Y no menos triste es que sean los periódicos y revistas, cuya verdadera e inalienable función consiste en informar y orientar a la opinión pública acerca de los grandes problemas nacionales y extranjeros, los que den cabida en sus columnas a todo ese material de letrina, a ese comadreo incalificable que sólo conduce al desprestigio.

No pretendemos negar que existan en la profesión periodística conductas censurables. Las hay, es cierto. Pero no  más que cualquier otra actividad humana. Todos sabemos que hay médicos irresponsables o deshonestos; que existen contadores dedicados a defraudar al fisco; que no faltan abogados atentos sólo a enriquecerse sin reparar en medios. Pero, ¿dónde se ha visto el espectáculo de que los médicos, los contadores o los abogados se dediquen a injuriarse mutuamente, y a cambiar imputaciones entre sí?

La razón de que no se den tales acusaciones públicas en los diversos gremios, es muy clara y grave. Si tal cosa sucediera, el público perdería toda confianza en médicos, abogados, contadores, ingenieros… el problema social que sobrevendría tendría proporciones de catástrofe, puesto que desaparecería la buena fe como substrato de las relaciones humanas, que es la que garantiza el buen funcionamiento de toda sociedad.

Algunos periodistas, en cambio –pues afortunadamente no son todos, ni la mayoría-, parecen sentirse obligados a denunciar faltas reales o imaginarias de sus compañeros. La irresponsabilidad de tal actitud sólo puede atribuirse a desconocimiento de la magnitud del daño que causan.

Hemos hablado, en efecto, de la responsabilidad pública de periodistas y periódicos. Esta responsabilidad tiene su fundamento en el hecho de que realizan una función de primerísimo rango social, que ha hecho que se califique a la prensa de “cuarto poder”. Todo lo que tienda a minar la confianza del público en la honestidad y capacidad de quienes cumplen esa tarea, no sólo los desprestigia a ellos, sino que tiene efectos demoledores sobre los cimientos mismos de la convivencia humana. Perdida la fe en la idoneidad de los periodistas para informar y orientar, ¿a dónde volverá los ojos el ciudadano? ¿Dónde encontrará los elementos de juicio para normar su conducta? ¿Cuál, sino la abulia desconfiada, puede ser la actitud del hombre ante los problemas de todo orden que reclama su concurso?

Podría pensarse que estamos pidiendo la impunidad para aquellos cuya conducta deja mucho que desear. Nada, sin embargo, más lejos de nuestro propósito. Lo que ocurre es que, de periodistas, tenemos respeto y confianza en el público al que servimos. Sabemos que nuestros lectores, como los de cualquier periódico, tienen un sentido infalible para distinguir quién los engaña o quién le habla de buena fe.

Nada es más difícil, contra lo que suele pensarse, que tener autoridad moral ante esos lectores. No basta escribir bien; no basta hacerlo en una tribuna respetable; no basta tampoco ejercer cotidianamente el oficio. A la larga, sólo quienes han demostrado, no una vez, sino muchas y a lo largo de años, su honestidad, su generosidad, su amplitud de criterio, su limpieza, en suma, poseen esa confianza.

Y porque sabemos eso, porque no creemos escribir para tontos ni para tarados, es por lo que dejamos al juicio público el premio o el castigo para quienes ejercen el periodismo. Está demostrado hasta la saciedad que quienes no actúan con limpieza reciben la repulsa y el desprecio del más implacable de los jueces: el lector. A él debemos remitir nuestro trabajo, nuestro esfuerzo, en la seguridad de que no será injusto.

Por eso la actitud de los acarreadores de basura es inútil, además de perjudicial. Ha llegado a un punto de tal gravedad, que ya periódicos extranjeros de circulación internacional, como  el New York Time, se ocupan de ello, con demérito para todo el país, cuyo decoro debemos cuidar por encima de todo.

Es preciso, sí, que la prensa limpie su propia casa de escorias, pero hay que evitar, por propia dignidad, venderle al público el olor de esa letrina.

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