Crónicas de San Monté
—Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia. Gabriel García Márquez / Un señor muy viejo con unas alas enormes Erwin Macario erwinmacario@hotmail.com Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que […]
23 de septiembre de 2014

—Es un ángel –les dijo—. Seguro
que venía por el niño, pero el pobre
está tan viejo que lo ha tumbado la
lluvia. Gabriel García Márquez /
Un señor muy viejo con unas alas enormes

Erwin Macario
erwinmacario@hotmail.com

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

—Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Gabriel García Márquez, maestro de la novela y el cuento, y del periodismo, ha motivado en Colombia el Premio Hispanoamericano de Cuento, que lleva su nombre. En esta primera edición del premio, un libro editado en Tabasco entró en competencia. Se trata de El aquelarre barroco: Crónicas de San Monté, la ciudad desesperada, que su autor, Vicente Gómez Montero, presentará hoy, martes 23 de septiembre, a partir de las 6.00 de la tarde, en el auditorio del Museo Regional de Antropología Carlos Pellicer Cámara, en la zona CICOM.

El evento es organizado por el Instituto Estatal de Cultura (IEC) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), instituciones culturales que auspiciaron este séptimo libro del escritor, locutor y director teatral.

Gómez Montero, con relatos en los que se dibuja entre ratos esta ciudad de magia que es Villahermosa; en los que no renuncia a una fijación de placeres mundanos, camina, al ingresar al premio García Márquez los senderos que le pueden conducir un día a una obra destacada dentro de la literatura nacional.

Mientras, García Márquez nos deleita en sus obras, como el cuento que hoy da marco a esta columna.

El ángel caído, en el cuento de Gabo, fue encerrado con las gallinas. El niño enfermo despertó sin fiebre y con deseos de comer. Se sintieron magnánimos los captores del ángel y decidieron ponerlo en una balsa, con agua y provisiones para tres días y abandonarlo en el mar. Pero el vecindario rodeaba el gallinero y retozaba con el ángel, echándole de comer como si fuera unb animal de circo.

El padre Gonzaga decidió buscar del Sumo Pontífice consejo, no sin antes advertir que las alas no eran signo angelical. “El demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos”, dijo. Le había dado los buenos días en latín y sospechó porque el presunto ángel no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros.

Tras una serie de acontecimientos contados por el autor, al ángel, finalmente, “empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud” y tras varios intentos con “aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire, logró ganar altura” y Elisenda “siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar”.

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